domingo, 28 de febrero de 2010

12.2 Isabel II (1833-1843): Las regencias

La muerte de Fernando VII en septiembre de 1833 dejará una heredera de apenas tres años y un
pretendiente, Carlos María Isidro, que agrupará en su torno a los defensores del absolutismo. La
reina regente, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, intentará atraer hacia la causa de su hija a los
sectores liberales del país e iniciará un periodo reformista que sentará las bases de la construcción
del estado liberal en España.
Ya desde antes de la desaparición de Fernando, la reina había intentado lograr el apoyo de los
liberales concediendo una amnistía que permitió el retorno de numerosos exiliados. A la muerte del
rey, siguió encargando el gobierno a Cea Bermúdez, un defensor del despotismo ilustrado, demasiado
tibio para los liberales y demasiado audaz para los absolutistas. De esta primera etapa es destacable
la reforma provincial que llevará a cabo el ministro Javier de Burgos. De Burgos dividirá el
territorio nacional en 49 provincias (que apenas han sufrido variaciones desde entonces), con el doble
objetivo de lograr un dominio territorial efectivo e imponer una centralización administrativa. Al
frente de cada provincia se situaba un jefe político y un intendente, que representarían al gobierno
central en el territorio. Paralelamente, se reorganizaron las demarcaciones judiciales, creándose dos
nuevas audiencias y fijando los límites de los partidos judiciales.
En 1834, la regente colocó al frente del gobierno a Martínez de la Rosa, un antiguo liberal exaltado,
moderado en su madurez, que llevará a cabo una política de reformas que buscaba ampliar la
base social que apoyaba a la monarquía. El gobierno de Martínez de la Rosa disolverá la jurisdicción
gremial y realizará una serie de actuaciones en el ámbito eclesiástico, disolviendo los monasterios
que diesen apoyo al pretendiente y creando la Junta eclesiástica, institución que apuntaba a la
reforma del clero, buscando atraer a los sectores más exaltados del liberalismo.
No obstante, será la aprobación del Estatuto Real en 1834 la acción política más destacada del
gobierno de Martínez de la Rosa. El Estatuto Real es una carta otorgada que busca sus fundamentos
en el derecho tradicional de la monarquía, desde las Partidas a la Nueva Recopilación borbónica.
Eludiendo la cuestión de la soberanía, se limita a ser un reglamento de Cortes, definiendo el número,
composición y atribuciones de éstas. Así, contempla dos cámaras, convocadas y disueltas por
el rey: la de Próceres, formada por altos cargos y personalidades de elevadas rentas y la de Procuradores,
de composición electiva mediante sufragio censitario indirecto (con un cuerpo electoral de
apenas 16.000 electores, el 0,15% de la población). Entregaba la iniciativa legislativa a la Corona, reservándose
las Cortes el rechazo o enmienda de las leyes. El Estatuto pretendía ofrecer un marco
para la acción política que satisficiera a los liberales, sin cuestionar el poder monárquico. Resultó ser
insuficiente para ambos propósitos, aunque permitió el juego político y el inicio de reformas de alcance.
El gobierno de Martínez de la Rosa cayó, paradójicamente, como consecuencia de la acción de la
criatura parlamentaria que había creado. En 1835, las Cortes votarán una moción de censura contra
él, quien acordará la disolución de las Cámaras y la dimisión ante la regente. Las razones de este desenlace
se encuentran en la debilidad mostrada por el gobierno en los meses anteriores, incapaz de
afrontar resueltamente las matanzas de frailes del verano del 34 y de frenar los avances de las tropas
carlistas.
La dimisión de Martínez de la Rosa no acabó con la inestabilidad. Su sucesor, el conde de Toreno
apenas encabezó el Consejo de Ministros tres meses, superado por las revueltas generalizadas
(anticlericalismo, ludismo) y la aparición de un movimiento juntista, de carácter revolucionario, que
se agravó con el apoyo de la milicia urbana, llevando sus peticiones ante el palacio de la gobernadora.
La sustitución de Toreno por su ministro de Hacienda, Juan Álvarez de Mendizábal, abrirá el
periodo “progresista” de la regencia de María Cristina. Mendizábal encauzará el movimiento junte-
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ro, transformando las juntas en diputaciones y llevará a cabo una activa política reformista, tras obtener
poderes extraordinarios de las Cortes en 1836. Entre sus medidas se encuentran la reorganización
de tributos, la creación de nuevos impuestos y, sobre todo, la desamortización eclesiástica
(1836). La finalidad de esta decisión era múltiple: políticamente, aspiraba a conservar el apoyo anticlerical;
económicamente, pretendía reducir la carga de la deuda y, socialmente, buscaba ampliar la
base social que apoyaba a la monarquía con la creación de un amplio grupo de beneficiarios de la
medida. El alcance de la desamortización fue muy amplio, generando un duradero conflicto con la
Santa Sede. Sin embargo, no logró obtener sus objetivos, pues no se alivió significativamente el peso
de la deuda sobre las arcas públicas y sólo una minoría adinerada pudo optar a la adquisición de
los lotes de bienes, demasiado grandes para favorecer la participación de otros sectores sociales. Los
nuevos propietarios aumentaron las exigencias que la Iglesia imponía sobre la tierra, lo que desembocó
en una constante fuente de malestar social.
Para hacer frente a la guerra carlista, el gobierno de Mendizábal ordenó la movilización masiva,
aunque ésta era redimible en metálico; encargó el mantenimiento del orden interior a la guardia nacional
y concertó un empréstito para financiar los gastos militares (en contra de las promesas que
hizo a las Cortes al obtener poderes extraordinarios). La reforma militar encalló cuando la reina se
negó a aceptar la renovación de cargos militares propuesta por el ministerio.
La dimisión del presidente, su sustitución por rivales políticos (Istúriz), las divisiones en el seno
del liberalismo progresista y la creciente exigencia de reimplantar la Constitución de 1812, desembocaron
en el Motín de los Sargentos de la Granja, que reimplantó “La Pepa”, abriéndose unas nuevas
Cortes de acuerdo con los principios de 1812, con mayoría progresista. Las Cortes promulgarán una
nueva constitución que adaptaría los principios del 12 a la realidad del 37.
La Constitución de 1837 hablaba de soberanía nacional, aunque la hacía residir en el rey y en las
Cortes, otorgando al monarca un amplio espectro de atribuciones (suspender la legislación, disolver
las Cortes, convocar elecciones, iniciativa legislativa y una función moderadora entre las facciones
políticas). El poder legislativo residía en un sistema bicameral: El Senado era de designación real y
el Congreso era elegido por sufragio censitario (500.000 electores), con circunscripción provincial
(1 diputado por cada 50.000 habitantes). Se afirmaba la confesionalidad del Estado y se incorporaba
una explícita declaración de derechos (10 de 77 artículos).
Tras la aprobación de la Constitución de 1837 se abre un periodo que marcará una serie de constantes
en el liberalismo hispano. Por una parte, los partidos políticos empiezan a adquirir contornos
más precisos: moderados y progresistas sostendrán principios liberales y apoyarán a la monarquía,
aunque diferirán en aspectos sustanciales de la construcción del estado: milicia nacional, ayuntamientos,
sufragio, etc. Por otra, los avatares de la guerra carlista pondrán a los militares en una atalaya
privilegiada para la acción política. Así, asistimos a la consolidación de una tutela de los generales
sobre los partidos políticos, tutela fundamental ante la incapacidad del liberalismo español de
consolidar un sistema de alternancia que elimine la necesidad de recurrir al pronunciamiento militar
(algo que sólo se logrará a partir de 1875). El tutelaje que Narváez va a ejercer sobre los moderados –
y que se apreciará durante el gobierno de Ofalia- o, sobre todo, Espartero sobre los progresistas,
revelan alguno de los rasgos más característicos del sistema político que se desarrollará a lo largo del
reinado de Isabel II (1833-1868).
Van a ser algunas de estas señas de identidad del sistema político isabelino las que se muestren
en la caída de la regente y en la sustitución de ésta por Espartero. La aprobación por las Cortes de
1840, de mayoría moderada, de una ley de ayuntamientos que pretendía hacer de estos entidades
designadas por el gobierno central, hizo estallar una violenta oposición progresista. En la propuesta
chocaban dos concepciones del poder: los moderados, aspiraban a implantar en España un modelo
centralista al modo francés; los progresistas, defendían el modelo electivo de 1837, que les había
permitido hacer de los ayuntamientos pilares de su poder territorial; ambos, aspiraban a un modelo
que les facilitara la conservación del poder. Se inició un movimiento revolucionario en todo el país,
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impulsado por los ayuntamientos progresistas que apuntaban directamente a la regente y aclamaban
al general Espartero (vencedor ya de la guerra carlista). La firma de la ley por la regente, llevó al general
a dimitir de sus cargos. Los intentos de María Cristina de obtener el apoyo de Espartero fracasaron
y, ante la amenaza progresista de cuestionar su papel constitucional y de revelar su matrimonio
secreto, abandonó España en octubre. De este modo, los progresistas se hacían con la regencia
en la figura de Espartero y establecían un peligroso precedente de insurrección en oposición a
una legislación no deseada aprobada por las Cortes competentes.
El cambio de regente no estuvo exento de problemas. Dos bloques se enfrentarán en su modelo
de regencia: los unitarios y los trinitarios. Los primeros apoyaban al general Espartero para que
ocupara el cargo; los segundos entendían más estable una regencia compartida. Mientras los progresistas
se dividían en apoyo de ambas opciones, los moderados impulsaron la opción unitaria,
convencidos de que la personalidad de Espartero –ambicioso y orgulloso- iría en demérito de la institución.
La negativa de Espartero a compartir la regencia, sus modos autoritarios, le enemistaron a
amplios sectores del partido progresista, oposición que se uniría a la ya anterior moderada.
Muy pronto la posición del regente mostraría su debilidad. En 1841, el general Diego de León
protagonizó un golpe en apoyo del retorno de la regente, María Cristina. Aunque el golpe fracasó y
el general fue fusilado, evidenció las diferencias que en torno a la figura de Espartero existían en el
seno del ejército. Ese mismo año, la aprobación de la Ley arancelaria que defendía la aplicación de
una política librecambista, desató protestas entre los defensores del proteccionismo para la producción
catalana. Las protestas de Barcelona fueron respondidas por el regente con el bombardeo de la
ciudad, lo que reveló la incapacidad de Espartero para dar respuestas no militares a los problemas
de orden público. Los sucesos de Barcelona enemistaron definitivamente al progresismo catalán
con el regente y ahondaron la soledad de Espartero.
La oposición entre el regente y las Cortes se hizo evidente en 1843. Ese año, Espartero sostuvo a
un gobierno a cuyos miembros no se les admitía en el Parlamento. El empecinamiento de Espartero
hizo posible el entendimiento entre progresistas y moderados contra el regente. El grito del líder
progresistas Olózaga: “¡Dios salve al país! ¡Dios salve a la reina! dio inició a un movimiento revolucionario
que se extendió por todo el país obligando a Espartero a abandonar el país. Con esta huida
finalizaba el periodo de regencias, admitiendo las Cortes en 1843 la mayoría de edad de Isabel II.

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