sábado, 6 de febrero de 2010

11.2. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812

El desarrollo de la revolución liberal en España corrió parejo a la Guerra de la Independencia. El
paralelismo entre ambos fenómenos fue reconocido de manera temprana, apenas una década después
de finalizada la guerra, cuando el conde de Toreno, uno de los principales actores revolucionarios,
publicó su obra Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. Los vínculos entre
Revolución y Guerra otorgaron a la primera unas características particulares. La primera manifestación
plenamente revolucionaria fue la asunción del principio de soberanía nacional, principio que en
el caso hispano se relaciona directamente con las abdicaciones de Bayona y la inhibición de las instituciones
tradicionales –Junta de Gobierno y Consejo de Castilla– ante el nombramiento de José
Bonaparte como rey de España. La negativa popular a aceptar los sucesos de Bayona –perfectamente
legales bajo las pautas del Antiguo Régimen, al menos en su aspecto formal– llevó a considerar
imposible el ejercicio real de la soberanía y a entender que tales circunstancias forzaban la adopción
del principio de soberanía nacional como base de la actividad antifrancesa. Así, numerosas juntas
locales, que agrupaban a lo más granado del lugar – ilustrados, aristócratas, eclesiásticos, militares,
autoridades locales, etc.– se consideraban legitimadas por la nación para encabezar la sublevación
contra los franceses. Los avatares de la guerra, que llevaron a los ejércitos de Castaños a ocupar
Madrid tras el triunfo en Bailén, favorecieron la centralización de las distintas juntas en una Junta
Central Suprema Gubernativa del Reino, proceso centralizador ya iniciado con anterioridad al reunirse
las juntas locales en juntas provinciales.
La Junta Central Suprema, presidida inicialmente por Floridablanca, tuvo temprana conciencia
de encarnar la soberanía nacional, adoptando incluso el título de Majestad en el tratamiento que se
dispensaba. Tres funciones ocupaban la actividad de la Junta Central: 1) Dirigir la guerra, 2) Gobernar
el Reino –ejemplo de estas actividades directoras fue la firma del tratado de alianza con Inglaterra
frente a Francia, de indudable importancia en el desarrollo del conflicto– y 3) Convocar
Cortes.
La convocatoria de Cortes se hacía necesaria en la búsqueda de la legitimidad de la actuación de
la Junta Central. Las Cortes eran una institución tradicional del Antiguo Régimen, representación
de los distintos estamentos del Reino e interlocutoras directas del Rey; eran, por tanto, la encarnación
tradicional de la nación. Sin embargo, las posturas ante la convocatoria de Cortes y en cuanto a
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sus actividades no eran unánimes. Podemos distinguir tres grandes grupos, que variaban en su concepción
de las Cortes, sobre todo ante el crucial asunto de dotar de una Constitución a España. Un
primer grupo lo formaban los absolutistas, defensores de la soberanía real y contrarios, por tanto, a
la solución constitucional. El segundo grupo lo formaban los jovellanistas –que reciben este nombre
derivado de su principal representante, el ilustrado Jovellanos–. Para estos, la constitución de un
país era fruto de su historia y ninguna generación podía arrogarse el derecho de modificar lo que la
historia había destilado. Entendían que la soberanía la compartían igualmente el Rey y las Cortes, y
que sólo tres siglos de absolutismo de Austrias y Borbones habían oscurecido este hecho, que aspiraban
a rescatar. Por último, los liberales defendían abiertamente el principio de soberanía nacional
y la potestad de las Cortes para sancionar una constitución, que no sería otra cosa que la puesta negro
sobre blanco de la secular y no escrita constitución hispana.
La convocatoria de Cortes no estuvo exenta de dificultades. El desarrollo de la guerra forzó a la
Junta a huir, primero a Sevilla y luego a Cádiz, ciudad donde finalmente se reunirán las Cortes. Los
distintos miembros de la Comisión de Cortes, encargada por la Junta de preparar la convocatoria
de Cortes y encabezada por Jovellanos, no tenían un criterio unánime. Ni la organización ni la composición
de las Cortes resultaban claras. Algunos, encabezados por Jovellanos, defendían unas Cortes
bicamerales, separando a los privilegiados de los populares; otros postulaban la reunión conjunta
de todos los diputados. La Junta Central resolvió, salomónicamente, que fuesen los representantes
de los tres estados reunidos los que decidiesen entre una y dos cámaras.
En 1810, se publica la convocatoria de Cortes, que combinaba la representación estamental con
la de la colectividad, representación esta última que se obtendría por sufragio universal indirecto en
tres niveles – parroquia, partido y provincia– de los mayores de 25 años. Sin embargo, las circunstancias
bélicas impidieron que muchos diputados elegidos pudiesen llegar a Cádiz. Sus puestos fueron
cubiertos por residentes en la población gaditana, que fuesen originarios de las provincias que
carecían de representación. Este hecho permitió que las Cortes gaditanas dispusiesen de una mayoría
liberal que no se correspondía con la situación existente en el país, mayoritariamente analfabeto y
sin ideas políticas definidas.
Las Cortes se declararon rápidamente soberanas y exigieron a la Regencia, que había sustituido
en sus labores a la Junta Central Suprema, que reconociese esta realidad. La negativa del obispo de
Orense, presidente de la Regencia, a aceptar otra soberanía que no fuese la del rey, llevó las Cortes a
nombrar una nueva Regencia
La actividad de las Cortes de Cádiz se centró en dos grandes ámbitos: elaborar una Constitución
y acabar con los vestigios del Antiguo Régimen. Ambos procesos corrieron parejos, pero vamos
a detenernos primeramente en los decretos que desde 1810 a 1813 fueron elaborando las Cortes y
que acababan con instituciones tradicionales del Antiguo Régimen. El primero de los decretos destacados
fue la proclamación de la libertad de imprenta y la eliminación de la censura previa, hecho
desconocido en la Historia de España y que suponía una clara apuesta por las posiciones liberales,
que exigían la libertad de expresión. En 1811, las Cortes decretarán la abolición del régimen señorial
y de los señoríos jurisdiccionales. Este decreto convertía en propiedad privada individual aquellas
tierras de la nobleza en las que esta sólo tuviese derechos territoriales; abolía la justicia señorial y
considerada extinguidos los señoríos jurisdiccionales, que se incorporaban a la nación. Los señores
eran los que debían probar las características territoriales de sus señoríos, considerándose, en caso
de que no pudieran probarlo, que eran señoríos jurisdiccionales.
En 1813, las Cortes de Cádiz abolirán el Tribunal de Inquisición, quizás la institución que más
claramente representaba el Antiguo Régimen. Igualmente, las Cortes aprobaron un decreto de desamortización
de tierras eclesiásticas, en concreto aquellas de las Órdenes Militares, así como las de
los jesuitas. Este decreto, unido a la supresión de los mayorazgos inferiores a los tres mil ducados de
renta anual y a la reglamentación para el futuro de los límites económicos de las vinculaciones, buscaba
introducir en el mercado una gran cantidad de tierras que se encontraban fuera de este, bien
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por ser bienes de manos muertas, bien por encontrarse vinculadas por el mayorazgo. El decreto
buscaba obtener apoyo popular a las medidas de las Cortes gaditanas, al igual que la transformación
de los señoríos territoriales en propiedad privada suponía acercar a la aristocracia a los ideales liberales;
a los decretos desamortizadores y desvinculadores les movía «el deseo de constituir un nuevo
cuerpo político de ciudadanos iguales en sus derechos, y liberados de las cargas del despotismo y del
feudalismo de los siglos precedentes», en palabras del historiador Pérez Ledesma. La tarea de reformar
en profundidad el Antiguo Régimen se completó con la abolición, también en 1813, del régimen
gremial.
Sin embargo, la obra fundamental de las Cortes de Cádiz fue, sin duda, la Constitución de 1812,
«la Pepa», llamada así por aprobarse el 19 de marzo de 1812. La Constitución fue una de las primeras
aprobadas en el mundo, sólo antecedida por la norteamericana y las de la Revolución Francesa, y fue
modelo para el constitucionalismo posterior, tanto español como de otros países.
La Constitución sancionaba el principio de soberanía nacional, estableciendo una marcada división
de poderes, con un claro predominio del poder legislativo. El poder legislativo lo ejercían las
Cortes, Cortes elegidas por sufragio universal masculino indirecto, monocamerales, que se reunían
una vez al año y que establecían el mecanismo de la Diputación permanente para el período entre
sesiones. Para ser elegido diputado se exigía una renta mínima y se excluía de esta posibilidad a los
eclesiásticos. La monocameralidad pretendía evitar que una cámara de privilegiados impidiese el
trabajo legislativo de la cámara popular. La convocatoria anual, así como la creación de la Diputación
permanente, buscaba evitar que el Rey pudiese impedir la convocatoria de las Cortes.
El poder ejecutivo recaía en el Rey, quien contaba también con iniciativa legislativa. Disponía de
veto suspensivo sobre los acuerdos de las Cortes por dos ocasiones, convirtiéndose el proyecto en
ley tras una tercera aprobación por las Cortes. Sin embargo, la actividad ejecutiva del monarca no
era ilimitada, pues se exigía que sus actos tuviesen refrendo ministerial, es decir, que estuviesen firmados
por un Secretario de Despacho, quien se hacía responsable ante las Cortes.
El poder judicial recaía en los tribunales, que juzgarían de acuerdo con una legislación idéntica
para todos los españoles.
La Constitución recogía, diseminados a lo largo de todo el texto, un nutrido número de derechos
individuales. El reconocimiento de la libertad civil, el derecho a la propiedad individual, a la
educación, a la libertad de imprenta, a la inviolabilidad del domicilio, entre otros, aparecían recogidos
a lo largo del texto constitucional. La Constitución de Cádiz se presentaba a sí misma como la
plasmación de las leyes tradicionales de España, por lo que va a eludir la reunión de todos los derechos
en un título constitucional, hecho este que pondría de relieve con más claridad el carácter revolucionario
del texto gaditano.
La Constitución de Cádiz organizará el Estado bajo la fórmula de monarquía constitucional,
inspirada evidentemente en la constitución francesa de 1791. De igual forma, el texto gaditano sancionará
un Estado fuertemente centralizado, en un intento de llevar la uniformidad legislativa a todos
los rincones de España y de romper con las diferencias territoriales características del Antiguo
Régimen. Así, se planteaba una nueva división provincial, que buscaba racionalizar la complicada
división territorial heredada. Cada provincia se dirigiría por un representante del gobierno central,
lo que garantizaría que las medidas adoptadas en la capital pudiesen imponerse en todo el país.
Junto a estas medidas de orden político, la Constitución de Cádiz aprobará otros puntos de indudable
interés: la obra gaditana proclamaba el catolicismo como única confesión permitida, reorganizaba
las Fuerzas Armadas, creando la Milicia Nacional, un nuevo cuerpo de ciudadanos armados
con la misión de defender el régimen constitucional de sus enemigos interiores; también sancionaba
la obligación del poder político de dotarse de un presupuesto riguroso de ingresos y gastos.

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