lunes, 12 de abril de 2010

15.3. Elementos de cambio en la etapa final del franquismo. La oposición al régimen. Evolución de las mentalidades. La cultura.

El desarrollo económico de los años 60 transformó una país que tenía rasgos que le
acercaban a una estado latinoamericano a otro más próximo a los europeos si bien siempre a la zaga de los más desarrollados. Cambio económico que traería transformaciones sociales
que repercutirían en la evolución política.
Entre aquellas destaca el comportamiento demográfico. En la mortalidad desde los años 50
y en la natalidad en años posteriores entre otras cosas por la generalización de matrimonio
más tardíos.
Otros cambios se relacionan con las migraciones interiores. Cuatro millones de personas
cambiaron sus domicilios con la esperanza de encontrar lugares con mejores recursos
económicos y posibilidades de desarrollo: se produce el traslado de jornaleros y, en general,
campesinos hacia los núcleos urbanos, es decir hacia formas de vida diferentes, más libres y
con mayores posibilidades de promoción personal.
Geográficamente hablando tenemos una redistribución de población hacia la periferia, P.
Vasco y Cataluña, y hacia zonas interiores como Madrid o el eje del Ebro. Los cambios
acontecidos a estos emigrantes son además de espaciales y de hábitat, ocupacionales
expandiéndose el sector servicios y el industrial (40 y 38 % cercana ya la muerte de Franco) y
decayendo el agrícola.
Además se produjo la mayor incorporación de la mujer al trabajo (aunque lejos aún de las
cifras europeas) y una expresión muy fuerte de ese deseo de mejoras como se deduce de la
importancia del pluriempleo o lo corriente de jornadas superiores a 10 horas diarias. La
mejora económica traería un fuerte aumento de la renta “per cápita” y de los salarios reales
reflejado éste en el despegue del consumo: automóviles, teléfonos, consumo de carne,
televisiones, frigoríficos, lavadoras se generalizan de tal manera que en el momento de morir
Franco rondaban el 80% de la población, constituyendo los bienes de una importante clase
media más o menos acomodada, clave en lo que vendría después.
Sobre este panorama de desarrollo y esfuerzo cayó la crisis de 1973, la primera gran crisis
relacionada con el aumento súbito de los precios del petróleo que repercutió muy
negativamente en la balanza de pagos debido a la gran dependencia energética exterior y
que además frenó la expansión económica internacional de la que tanto dependía España
que perdió de repente inversores de capital extranjero, ingresos del turismo exterior y
remesas de emigrantes que tanto habían hecho por nuestro desarrollo anterior.
Así aumentó de forma notable el paro y la inflación con lo que esto supuso de pérdida de
nivel de vida. Vuelven los emigrantes de Europa agravando aún más esta situación que
estaría activa hasta mediados de los 80 (en 1979 hay una nueva crisis de precios petrolífera)
es decir que influyó de lleno en la transición democrática al destruir la ecuación Régimen/
progreso justo en el momento de la desaparición del dictador, algo que sin duda contribuiría
notablemente a la recepción de la democracia como una nueva solución, deseada por otra
parte, a los problemas económicos del país: los últimos años de Franco se viven entre
cierres de fábricas, manifestaciones laborales (a menudo politizadas mostrando la
concordancia de la democracia con las mejoras económicas) y un aumento espectacular de
las cifras del paro.
Cambios sociales y mala situación económica son dos patas de una mesa a la que le faltan
los movimientos políticos para describir la situación del país en 1975, Los de la oposición se
citan en sitio distinto pero los breves y cortos intentos del régimen por cambiar las
estructuras del poder se verán aquí.
En todos los años 60 funciona el binomio inmovilismo político/desarrollo económico con la
sola excepción de la Ley Fraga que eliminaba la censura previa pero no las multas,
suspensiones y cierres de periódicos como le ocurrió al desaparecido Madrid.
Mucho más tarde hay que hablar del denominado espíritu del 12 de febrero, un intento del
presidente Arias Navarro por abrir algo el país tras la muerte de Carrero Blanco: asociaciones
políticas limitadas por los Principios del Movimiento (al frente de la más importante la UDPE
estaría Adolfo Suárez un personaje clave de la transición), promesa de leyes municipales que
permitiesen la elección de alcalde y diputaciones provinciales, reformas sindicales que no
iban más allá de un formalismo con poco contenido real. La prueba de lo corto del esfuerzo
es la dimisión, hecho insólito en el Franquismo, de dos ministros “aperturistas” del propio
gobierno nombrado por Arias Navarro (Barrera de Irimo el importante ministro de Hacienda y
Pío Cabanillas). Aun así los sectores más conservadores protestaron contras las reformas y
comenzó a hablarse del búnker, es decir de aquellos dispuestos a mantener el estátus
político existente más allá incluso de la propia muerte de Franco.
La oposición al régimen, aunque nunca tuvo una incidencia mayoritaria en el conjunto de la
sociedad española, no dejó de manifestarse a lo largo de todo el periodo franquista. Durante
los años posteriores a la II Guerra Mundial, el PCE intentará provocar el fin del régimen
mediante la actuación de una guerrilla armada, el maquis, cuya incidencia en el conjunto de
la población fue muy escasa, siendo desarticulada por la guardia civil. En la década de los
cincuenta, se producirán esporádicos episodios de oposición estudiantil y de huelgas
obreras que pondrán de manifiesto la incomodidad de determinados sectores sociales con el
régimen, aunque apenas alterarán la estabilidad del mismo.
Con el desarrollo económico se multiplicó la actividad de la oposición. Las tendencias de
ésta eran variadas. Por una parte, la oposición democrática, formada por monárquicos,
liberales y democristianos, que en 1962 denunció desde Munich el carácter antidemocrático
del régimen, que presentó la reunión como un contubernio masónico antiespañol. Por otra,
la principal oposición comunista, que cristalizó en su entorno a la mayor parte de la
resistencia interior al franquismo. Sus ámbitos de actuación preferentes fueron la universidad
–cuya actividad opositora no decreció hasta la muerte de Franco, y donde se alcanzó la
mayor tensión en 1965, cuando el régimen reaccionó expulsando de las cátedras a
numerosos profesores que apoyaron las movilizaciones estudiantiles– y el mundo laboral –
donde se observa un progresiva politización desde 1967, convocándose huelgas políticas.
La creación de las comisiones obreras, sindicatos clandestinos, sirvió de plataforma a la
actividad comunista contra el régimen en el ámbito laboral. Esta oposición fue más evidente
en Barcelona, País Vasco, Asturias o Madrid–.
También los movimientos nacionalistas actuaron contra el régimen. Especial importancia fue
la aparición del movimiento terrorista ETA, en sus dos ramas –militar y político-militar–, que
desde finales de los años 60 actuaría contra las fuerzas de seguridad del Estado. El proceso
de Burgos, en 1970, donde se juzgó y condenó a muerte a seis terroristas de ETA, fue un
éxito propagandístico de la banda, que logró el indulto de sus miembros como consecuencia
de las movilizaciones contra el juicio tanto en el interior como en el exterior del país.
También en los últimos años del franquismo, perdió el régimen el apoyo de uno de sus
pilares, la Iglesia católica que se convierte en oposición algo de lo que hablaremos ahora al
hablar de la evolución de las mentalidades.
Todo este marco económico, social y político se vio ayudado en los acontecimientos de la
transición por los cambios de las mentalidades. Uno de estos tiene que ver, según Javier
Tusell, con la evolución del catolicismo en España
Este papel de la religión como motor de cambio en lo político tiene que ver en nuestro país
con la recepción del Concilio Vaticano II: dado el poder social de la Iglesia en los años 50
difícilmente otra institución podía haber desempeñado un papel semejante.
En efecto el nacional-catolicismo de la posguerra más que una forma teológica fue la
mentalidad que mejor encajó con los ganadores de la guerra Civil: estrechamente vinculada
al estado e “insaciable” en el sentido de que el catolicismo español era el más puro y que
todas sus manifestaciones debían ser particularmente ortodoxas.
Además el catolicismo de posguerra era sincero y tuvo entre otras manifestaciones una
intensa movilización a través de las asociaciones de apostolado pero también en relación
con las Hermandades Obreras de Acción Católica o con la Juventud Obrera Católica que ya
en los años 40 chocaba con las entidades sociales oficiales.
Este fenómeno se prosigue en los años 50 con una autocrítica social en general en círculos
intelectuales que tienen como ejemplo las conversaciones de San Sebastián y Gredos a las
que aparecen asociados intelectuales como Aranguren, Marías o Pedro Laín Entralgo
anticipando lo que sería el impacto del Concilio Vaticano II con una crítica al catolicismo
como forma parapolítica al proporcionarle al Régimen cuadros a través de una de sus
familias más destacadas.
El Concilio Vaticano II es el que da significado a estas posturas a pesar de la escasa
participación española en el mismo, un 5% de los padres conciliares que no actuó además
coordinadamente ,y que en general se identificó con la línea más retardataria por ejemplo en
cuestiones de libertad religiosa, algo inadmisible para algún obispo y que se tradujo en las
malas condiciones de las iglesias protestantes: problemas con las versiones de sus biblias,
ceremonias no públicas, lugares de culto sin rótulos, etc. situación que se modificaría en
1967 con una Ley de Libertad Religiosa que paliaba algo la situación.
Hay que decir que esto no debe extrañar pues en 1966 2/3 de los obispos tenían más de 60
años y sólo tres eran menores de 45. La inmensa mayoría procedían del mundo rural y
habían sido ordenados antes de la Guerra Civil. Frente a esto en el período 1965-71 se
nombraron 42 obispos nuevos y muchos más auxiliares por las disparidades entre
autoridades eclesiásticas y civiles. Este cambio en la jerarquía por una generación más joven
y con una mentalidad nueva hizo que cambiara el sentido de sus enseñanzas algo en lo que
la propia Roma y el propio pontífice Pablo VI, tuvieron que ver desde el primer momento
insistiendo en la importancia de la justicia social en la doctrina de la Iglesia. Igualmente algo
se movía en España cuando en 1971 una asamblea de obispos y sacerdotes
se mostraba partidario de pedir perdón por no haber sido instrumento de reconciliación entre
los españoles.
O cuando en 1972 un documento de la Conferencia Episcopal insistía en la transformación
de las estructuras sociales, en la falta de libertad o la incompatibilidad de la fe con un
sistema que no busque la libertad, la igualdad y la participación. Es difícil exagerar el papel
de la Iglesia que, junto con la prensa, hizo un papel mayor que el de cualquier institución
social para la recuperación de la España real.
El Régimen, por su parte, reaccionó de una manera peculiar ante este nuevo frente que se le
abría con las transformaciones eclesiásticas intentado mantener el nacional-catolicismo
nombrando a algunos obispos Consejeros del Reino o Procuradores en Cortes o
prometiéndola todo lo que quisiera siempre que fuera nuestro principal apoyo en palabras del
almirante Carrero al cardenal Tarancón.
El desligamiento ya se había producido y sin marcha atrás empezando en aquellas regiones
donde históricamente el catolicismo había tenido un talante más avanzado como es el caso
de los sacerdotes vascos y catalanes. Además a mediados de los 60 ya era corriente
encontrarse en la prensa noticias de suspensión de reuniones de tipo religioso, registros o,
en último extremo de encarcelamientos en la cárcel exclusiva de Zamora.
La intercesión por los condenados en el proceso de Burgos o el intento de expulsión de
España del arzobispo Añoveros son los dos momentos más álgidos de este desacuerdo. La
iglesia católica había realizado su transición superadora de la guerra civil antes de que tuviera
lugar el cambio político e incluso el propio cambio social que posibilitaría éste.
Lo difícil es saber hasta qué punto influyeron todos estos cambios en la mayoría católica del
país y si se anticipó la iglesia o más bien constató y se puso al lado de unas
transformaciones que, sin duda, se estaban produciendo a la búsqueda de una mayor
libertad y una sociedad más justa.
Estos cambios consistentes en adoptar nuevos gustos, modas y costumbres procedentes
de Europa se habían introducido a través de dos vías: el creciente número de turistas que
llegaban a las zonas costeras de nuestro país donde el Régimen permitió actitudes y
prácticas normales en Europa pero que chocaban con la moral conservadora de la época.
Los emigrantes en Europa que, cuando regresaban, de vacaciones o definitivamente, traían
consigo una nueva mentalidad transmitiendo su fascinación por el nivel de vida europeo.
Incluso el propio Régimen contribuyó a aumentar la admiración por Europa con sus
iniciativas permanentes para integrar a España en la CEE convirtiendo a éstas no sólo en un
modelo económico sino también de libertades políticas y formas de vida que los españoles
aspiraban a alcanzar. Resultado de esto fue el surgimiento , especialmente en la juventud
urbana, de una mentalidad opuesta a la autoritaria y conservadora de los años 40 y 50 que
se resumía en un afán de libertad moral, cultural y política que empujaba hacia la
democracia.
La cultura franquista, siempre mediatizada por la censura, significó el rechazo de toda
modernidad y una vuelta a la cultura tradicional con el denominado nacional-catolicismo. En
esos primeros años fue muy difícil saber lo que se hacía en el extranjero pues la entrada de
productos culturales estaba fuertemente vigilada y su difusión por la prensa imposible pues la
ley de censura implantada en plena guerra en 1938 seguía aún vigente.
Sólo podían publicar aquellos relacionados con el Régimen como José María Pemán,
Agustín de Foxá, Dionisio Ridruejo o Pedro Laín Entralgo aunque estos dos últimos
abandonarían con el tiempo sus posiciones falangistas por otras más críticas con el
Régimen. Antes de eso participarían de la religiosidad, el espíritu patriótico, el heroísmo
militar o la reivindicación de un pasado imperial idealizado –desde los Reyes Católicos hasta
el Siglo de Oro- del que el Franquismo se consideraba heredero y continuador.
En el exilio se continuó la gran tradición cultural que venía de los años 20 y la II República
con debates como el de Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz sobre la esencia de
España o la fundación por exiliados de la editorial Fondo de Cultura Económica en México
con obras de los principales humanistas de la época. Se mantienen también publicando
Cernuda o Salinas (poetas del 27) Ramón Sender, Max Aub , Casona y el músico Manuel de
Falla. Desde otra perspectiva más liberal destaca la obra de Salvador de Madariaga y el
menos conflictivo José Ortega y Gasset cuya obra fue tolerada por el Régimen (lo que le
permitió la vuelta al país) como también aceptaba a algunos vestigios del 98 como Azaña,
Baroja y Menéndez Pidal.
Además de algunos amagos muy aislados como la Historia de una Escalera de Buero Vallejo
(que había estado preso en la cárceles de Franco) o la revista España de poetas sociales
como José Hierro, Blas de Otero o Gabriel Celaya no es hasta los años 50 y 60 cuando
comienza lo que se ha denominado “cultura de la oposición”: escritores partidarios del
realismo social, es decir de la literatura (y, en su caso, Arte) como instrumento de crítica
social y política: Rafael Sánchez Ferlosio (El Jarama) Juan Goytisolo, Juan Marsé, Luis Martín
Santos que define toda una época con su libro Tiempo de Silencio) o los poetas Carlos
Barral y Gil de Biedma.
Además de los ya citados son importantes los nombres de Camilo José Cela (La familia de
Pascual Duarte, La colmena) y Miguel Delibes (El camino, Las ratas) más aceptados por el
Régimen a pesar de presentar una visión social bien dura de las miserias de la época.
También hay que añadir la obra de los cineastas J.A. Bardem (Calle Mayor) y Luis García
Berlanga (Bienvenido Mr. Marshall), los pintores rompedores de grupo El Paso (Tapies, Saura)
o la obra de Eduardo Chillida todos ellos muy relacionados con las corrientes mundiales y
alejados del neofigurativismo de la época.
Se puede decir que a mediados de los 60 y hasta el final de sus días el régimen vivió al
margen de la cultura real que había desbordado el estrecho margen que se había querido
imponer y mostraba su protesta contra el Régimen mediante el ejercicio de una libertad
creativa anticipándose a lo que después habría de venir: se mantienen activos los autores ya
citados y aparecen otros diferentes como, por ejemplo, los poetas denominados novísimos:
Gimferrer, Molina Foix o Leopoldo María Panero más relacionados con lo imaginativo y lo
experimental.

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