domingo, 28 de febrero de 2010

12.4. El sexenio democrático (1868-1874). Intentos democratizadores. La revolución, el reinado de Amadeo I y la PrimeraRepública

Primera fase: Gobierno y Regencia del General Serrano
Los revolucionarios del 68 intentaron llevar a fondo la experiencia democrática en España mostrándose
absolutamente radicales en sus principios en la Constitución de 1869: soberanía nacional,
sufragio universal masculino para mayores de 25 años, derechos inviolables del ciudadano, separación
Iglesia-Estado, amplia libertad de cultos, independencia del poder judicial y monarquía constitucional,
es decir con poder ejecutivo a través del gobierno pero sometida al Parlamento bicameral
(el Senado es elegido por vez primera en votación popular), asunto en el que se produce un compromiso
entre los demócratas revolucionarios y los más moderados miembros de la Unión Liberal y
los liberales progresistas, puntos todos ellos fijados en la Constitución de 1869 hecha tras elecciones
por sufragio universal.
Segunda fase: Amadeo de Saboya
Como quiera que la vuelta de la reina estaba descartada, se comenzó a buscar otro rey en Europa,
algo que se consiguió en la persona de Amadeo de Saboya tras descartar o descartarse el pretendiente
portugués, el alemán y el propio hijo de la reina, el futuro Alfonso XII.
Aquél encontraría grandes dificultades para gobernar: Prim que es su principal valedor es asesinado
poco antes de su llegada a España, la nobleza no parece aceptarle, es joven y no conoce el
idioma de un país con graves problemas de legitimidad como las planteadas por republicano-federales,
alfonsinos y carlistas (por no hablar del movimiento obrero aún en sus comienzos). Todo ello
hará que su reinado sea breve (1871-73) y caracterizado por una continua inestabilidad política y social
(tres elecciones, varios gobiernos).
Tercera fase: I República
Tras la revolución de septiembre del 68 y el posterior fracaso de la opción monárquica con Amadeo
de Saboya se constituye en España la I República el 11 de febrero de 1873. Se implanta de forma
pacífica, tras una votación conjunta de ambas cámaras por las siguientes razones:
Fracaso de Amadeo y ridículo gubernamental por la negativa de otros príncipes a aceptar la Corona
española.
Crisis política entre integrantes del Pacto de Ostende que en un principio son defensores de la
monarquía.
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Éxito del experimento en Francia del General Mac Mahon.
Se prefiere una República traída por las Cortes a otra revolucionaria que aportaría socialismo y
desintegración algo que los diputados del 69 no quieren.
El primer presidente es Estanislao Figueras, un republicano moderado, tanto que en su gobierno
hay varios monárquicos partidarios del orden. Esto le traerá problemas con los republicanos –federales
que desembocan en unas elecciones, con amplia abstención, con sufragio universal que dan
amplia mayoría a Pi i Margall que hace un programa muy ambicioso.
A pesar de ello la República no gozaría de mayor fortuna por la lucha que se establece entre los
partidos que la sustentan, lucha de la que salen triunfadores los republicano-federales de Pi i Margall
que deberá hacer frente a las distintas revoluciones cantonales (muchas poblaciones ,después de
Cartagena y Alcoy, se constituyen en cantones independientes del poder central declarándose incluso
la guerra entre ellas como Granada y Jaén) en las que se mezcla el deseo de independencia política
con otro tipo de reclamaciones de carácter social (mayor reparto de la riqueza).
La República, además, deberá emplear buena parte de su tiempo en restaurar el orden en dura
lucha contra los carlistas se han levantado, de nuevo, en los pueblos vasco-navarros y han proclamado
a un rey en Estella que llega a tener simpatía en Cataluña tras su anuncio de reconocer los fueros
perdidos tras el Decreto de Nueva Planta de Felipe V.
Incluso se recrudece la situación en Cuba con la sublevación de cerca de 5.000 hombres muchos
de ellos esclavos negros. España intervendría mezclando la acción militar con la negociación en un
primer momento para pasar a una guerra abierta en la que a los cubanos les apoyan GB y USA
(Cuba era un punto estratégico en la ruta del Caribe) anticipo de lo que sería la futura crisis del 98.
Por ahora la Paz de Zanjón de 1878 acaba con la Guerra prometiendo a los cubanos indultos y una
mayor participación en sus asuntos.
Antes de ello la I República había desarrollado un amplio programa de reformas que dada la radicalidad
del momento se quedaría corto a pesar de la importancia de las mismas:
• Supresión del impuesto de “consumos”, medida popular pero nefasta para la arruinada hacienda
pública.
• Eliminación del reclutamiento forzoso, algo que debió cambiarse rápidamente para no debilitar
a las tropas que luchaban contra los carlistas.
• Reducción de la edad del voto hasta los 21 años.
• Separación de Iglesia y Estado cesando las subvenciones a esta última.
• Prohibición del trabajo para menores de 10 años.
• Abolición de la esclavitud en Puerto Rico.
• Elaboración de una constitución fuertemente descentralizada: república federal de 17 estados con
Hacienda y policía propias en la Constitución que se elaboraba y que nunca llegó a funcionar.
Fracasa en todo porque se produce el cantonalismo: movimientos sociales donde se mezcla el
deseo de soberanía con las revoluciones sociales: el proletariado español, en contra de lo que decía la
AIT, decide apoyarse en grupos políticos (federales intransigentes) para conseguir mejoras sociales,
algo que asusta a los grupos dominantes como militares, eclesiásticos, terratenientes, industriales,
etc.
Esto hace que sea sustituido Pi y Margall por la denominada república del orden con los presidentes
Salmerón y Castelar, también federalistas, que dan orden de no negociar con los cantonalistas
y entregan el poder a dos generales prestigiosos pero moderados: Pavía y Martínez Campos.
Al mismo tiempo se recorta la libertad de prensa, sobre todo para carlistas y federales, lo que
provoca una crisis en el seno de los republicanos que los generales aprovechan para dar un golpe de
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estado: Pavía acaba en enero del 84 con una república que no ha durado ni un año. Se instaura la
regencia del general Serrano que duraría hasta finales del año cuando un pronunciamiento militar
de Martínez Campos en Sagunto haga rey a Alfonso XII.

12.3. Isabel II (1843-1868): el reinado efectivo

En 1843, Isabel II es declarada mayor de edad, iniciándose de esta manera su reinado. Durante
éste España va a consolidar la revolución liberal, constituyendo un régimen parlamentario y desarrollando
un cuerpo legislativo y de reformas que sentarán las bases del Estado español contemporáneo.
Del mismo modo, será en el reinado isabelino cuando se gesten algunos de los vicios asociados
a gran parte de la historia contemporánea hispana: falseamiento electoral, recurso al pronunciamiento,
corrupción y clientelismo político, injerencia militar en la vida política, etc. Dos revoluciones
enmarcarán el reinado: la de 1843, que expulsará a Espartero de la regencia y la de 1868 que hará
lo propio con la reina Isabel; sin embargo, los logros y taras del reinado trascenderán el periodo y
dejarán sentir su efecto mucho más allá del triunfo de septiembre del 68.
La alianza entre moderados y progresistas de 1843 no sobrevivió mucho tiempo después de la
expulsión del regente Espartero. Muy pronto, los moderados –que contaban con la simpatía de la
Corona mucho más que los progresistas- se harán con las riendas del poder, iniciando un periodo –
la década moderada- que será el de mayor presencia continuada de un partido en el poder en España
hasta el triunfo socialista en 1982. Los moderados serán los encargados de desarrollar el esqueleto
legislativo y las reformas políticas y sociales que ahormarán el Estado liberal español.
El partido moderado se agrupaba en torno a unos principios que, de manera general, respondían
a las pautas del liberalismo doctrinario. Defensores de la soberanía compartida y de la propiedad
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privada, aspiraban a rehacer las relaciones con la Iglesia, maltrechas tras la política desamortizadora;
sostenían la preferencia por el bicameralismo, apostando por una circunscripción electoral pequeña
que permitiera el influjo de los notables locales. Su proyecto político defendía el centralismo,
a imitación del modelo francés y se empeñaban en equilibrar orden y libertad.
No eran, sin embargo, un bloque homogéneo. Podemos reconocer tres grandes corrientes en el
seno del moderantismo: la Unión Nacional, liderada por Viluma, más cercana a la soberanía regia y
que buscaba el acercamiento de las dos ramas de la dinastía; los centristas o monistas (liderados por
Mon y Narváez), con principios más dúctiles a la realidad cambiante y orientados a la conservación
del poder; por último, los puritanos, donde encontramos a personajes como Pacheco, Istúriz, Pastor
Díaz o al joven Cánovas, los más leales defensores de los principios doctrinarios, aspiraban a
consolidar el régimen y a llegar a acuerdos con los progresistas.
La acción política de los numerosos gobiernos que se suceden a lo largo de la década moderada
(1844-1854) estará dirigida a la construcción del Estado y a la centralización del mismo aunque, debido
a la intensidad del clientelismo político, no será infrecuente la supeditación de los intereses generales
a los particulares.
La labor legislativa de los moderados se inicia con una modificación de la Constitución de 1837,
reforma que dará lugar, en la práctica, a una nueva constitución. La Constitución de 1845 defendía
la soberanía compartida, reforzando la autoridad real y eliminando algunas de las limitaciones del
monarca (matrimonio); afirmaba la catolicidad del Estado y se comprometía con el sostenimiento
del clero católico. Por lo que respecta al poder legislativo, establecía dos cámaras: un Congreso elegido
por sufragio censitario y un Senado de designación regia. Ampliaba la legislatura, pasando ésta
de 3 a 5 años; suprimía la Milicia Nacional (que será reemplazada por la Guardia Civil) y establecía
un régimen municipal dual, con elección de concejales por votación y designación del alcalde por el
gobierno. Los derechos se encontraban supeditados por su posterior desarrollo legislativo y el poder
judicial se transformaba en Administración de Justicia.
La tarea política moderada está orientada a la construcción de un Estado liberal según el modelo
centralista francés. Así, a lo largo de la década, las sucesivas Cortes van a aprobar un profundo programa
legislativo que constituirá la base de la Administración pública española. En 1845, aprobarán
la Ley de Ayuntamientos, que consagra la designación gubernamental de los alcaldes, haciendo a
estos, junto con los gobernadores civiles, la extensión del poder ejecutivo en los municipios. Ese
mismo año, se aprobará la Ley de Reestructuración de la Instrucción Pública, que establecerá, por
primera vez, un plan de estudios centralizado para todo el país. En 1852, verá la luz la Ley de Funcionarios,
que estipulaba el ingreso en la Administración pública previa superación de un concurso
de méritos, señalados de antemano. Se pretendía con esta reducir el clientelismo político imperante
en el acceso a la función pública.
Desde el punto de vista del orden público, tres disposiciones tienen especial relevancia. En 1844,
se creará la Guardia Civil, un cuerpo de policía militarizado que sustituiría a la desaparecida Milicia
Nacional. En 1848, se aprobará el nuevo Código Penal, cuya vigencia se extenderá hasta 1996. Ese
mismo año, el gobierno de Narváez hará aprobar la Ley de Poderes Excepcionales, que permitirá al
gobierno suspender garantías constitucionales y evitará el contagio de las revoluciones que asolaron
a Europa en 1848.
La Ley de Hacienda que impulsó el ministro Mon en 1845 supondrá la modernización del sistema
impositivo español, permitiendo la financiación de una Administración creciente. El proyecto
rescataba las rentas arrendadas, racionalizaba el sistema impositivo (aumentando el peso de la contribución
directa y estableciendo el impuesto de consumos –indirecto-) y exigía el principio de equilibrio
presupuestario.
En 1851, los moderados firmarán con la Santa Sede un nuevo Concordato que recompondrá las
maltrechas relaciones de España con Roma. Por él, España reconocía a la religión católica como
única, permitiendo a la Iglesia poseer bienes en el país e intervenir en la educación y en la censura.
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De igual modo, se regulaban las jurisdicciones y atribuciones eclesiásticas. En contrapartida, la Santa
Sede renovaba en Patronato Regio y aceptaba los efectos de la Desamortización.
También las obras públicas recibieron atención por parte de los distintos gabinetes moderados.
Tras la inauguración de la línea ferroviaria Barcelona-Mataró en 1848, se aprobará la Ley de Ferrocarriles
en 1851, que pretendía organizar y estimular la construcción de nuevas vías férreas. De igual
modo, se gestionó el comercio marítimo mediante una Ley de Puertos y se estimuló la construcción
de infraestructuras hidráulicas, destacando el Canal de Isabel II.
No obstante, el proyecto político moderado se vio lastrado por la constante intervención de la
Corona (especialmente de la Reina Madre) y por la generalización de las prácticas de clientelismo y
corrupción. Los último gobiernos moderados, elegidos a preferencia de la reina María Cristina,
eludieron el control parlamentario y gobernaron por decreto. El malestar social iba en aumento,
creciendo entre los progresistas –sistemáticamente apartados del poder- y entre algunos sectores
moderados.
En 1854, el general moderado O’Donnell se pronunciará contra el gobierno en Vicálvaro en un
intento de frenar la inminente revolución progresista. El choque entre los hombres de O’Donnell y
las fuerzas gubernamentales del general Blaser no fue concluyente. Tras la Vicalvarada, O’Donnell
dará a conocer sus exigencias en un escrito, el Manifiesto de Manzanares, debido a la pluma de su
secretario, Cánovas del Castillo. Los Queremos del texto expresaban un programa de regeneración
política enfrentado directamente contra la camarilla regia.
No parece que el influjo del Manifiesto de Manzanares desempeñara un papel destacado en el
inicio de la revolución subsiguiente. Los continuos pronunciamientos contra el gobierno que se sucedieron
en numerosas ciudades de España forzaron a la reina Isabel a encargar el gobierno al general
Espartero, líder de los progresistas.
El bienio progresista (1854-1856) que se abre tras la Vicalvarada y las revoluciones progresistas
estará marcado por tres elementos fundamentales: la rivalidad entre Espartero y O’Donnell, los
triunfadores del 54 y cuya colaboración en el gobierno no va a ser sencilla. La puesta en marcha de
un nuevo proceso desamortizador, la Desamortización de Madoz (1855), será el segundo de los ejes
del periodo. El proyecto, apuesta personal del ministro Madoz, ponía a la venta los bienes de propios,
de Instrucción Pública y de Beneficencia, a la vez que concluía con la desamortización eclesiástica.
El programa respondía a una aspiración de Madoz, desatando una amplia oposición municipal
(de los 2.000 municipios consultados, sólo 20 se mostraron favorables al proyecto y de estos sólo 6
disponían de bienes afectados por la medida). Buscaba el alivio de la deuda y la ampliación de la base
social que sostenía el sistema. El balance de la desamortización fue negativo: imposibilitó una reforma
agraria y no amplío el número de propietarios (el tamaño desmedido de los lotes alejaron de
las subastas a amplios grupos de la sociedad española), aumentando las tensiones sociales, al privar
a los ayuntamientos de los recursos que les permitían atender a los sectores más débiles de la sociedad.
Por último, en 1856 se elaborará un nuevo proyecto constitucional, que no entrará en vigor tras el
restablecimiento de la Constitución de 1845 por O’Donnell. El proyecto constitucional de 1856 se
inspiraba en la Constitución de 1837; como novedades, incluía la tutela estatal de la libertad religiosa
de los no católicos y establecía un Senado electivo.
La rivalidad entre O’Donnell y Espartero unida al creciente malestar social, decidirá a la reina
volver a llamar a los moderados al gobierno. El bienio moderado (1856-1858) verá la aprobación de la
Ley de Instrucción Pública de Moyano, durante el gobierno de Narváez en 1857. La división en el
partido moderado y el carácter ciclotímico del general Narváez harán que éste abandone el poder.
El retorno de O’Donnell al gobierno en 1858, tras haber madurado un nuevo proyecto político,
inicia el gobierno más largo de todo el siglo xix, que durará hasta 1863. La Unión Liberal de
O’Donnell pretende constituirse en un centro político que permita la renovación del sistema, limi-
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tando el intervencionismo de la Corona y atrayendo a los progresistas. Esta aspiración explica el
carácter ecléctico de los principios y de la política unionista.
El gobierno largo de O’Donnell (1858-1863) iniciará una campaña de actuaciones en el exterior,
interviniendo con Francia e Inglaterra a fin de aumentar el prestigio internacional del país. Fruto
de esta política son las actuaciones en la Conchinchina (1857-1862), México (1861), la guerra de
África (1859-1860), la anexión de Santo Domingo (1861-1865) y la Guerra del Pacífico (1863).
El agotamiento del gobierno O’Donnell abre el último periodo del reinado isabelino (1863-1868).
La alternancia en el gobierno de moderados y unionistas no podrá frenar la degradación de régimen,
ahogado por la corrupción, la crisis económica, el malestar social y la desaparición de sus valladares
(Narváez muere en 1868; O’Donnell en 1867). La revolución de 1868, impulsada por los
progresistas, los unionistas y los demócratas, derribará no solo al gobierno, sino a la misma Monarquía,
debiendo la reina huir a Francia.

12.2 Isabel II (1833-1843): Las regencias

La muerte de Fernando VII en septiembre de 1833 dejará una heredera de apenas tres años y un
pretendiente, Carlos María Isidro, que agrupará en su torno a los defensores del absolutismo. La
reina regente, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, intentará atraer hacia la causa de su hija a los
sectores liberales del país e iniciará un periodo reformista que sentará las bases de la construcción
del estado liberal en España.
Ya desde antes de la desaparición de Fernando, la reina había intentado lograr el apoyo de los
liberales concediendo una amnistía que permitió el retorno de numerosos exiliados. A la muerte del
rey, siguió encargando el gobierno a Cea Bermúdez, un defensor del despotismo ilustrado, demasiado
tibio para los liberales y demasiado audaz para los absolutistas. De esta primera etapa es destacable
la reforma provincial que llevará a cabo el ministro Javier de Burgos. De Burgos dividirá el
territorio nacional en 49 provincias (que apenas han sufrido variaciones desde entonces), con el doble
objetivo de lograr un dominio territorial efectivo e imponer una centralización administrativa. Al
frente de cada provincia se situaba un jefe político y un intendente, que representarían al gobierno
central en el territorio. Paralelamente, se reorganizaron las demarcaciones judiciales, creándose dos
nuevas audiencias y fijando los límites de los partidos judiciales.
En 1834, la regente colocó al frente del gobierno a Martínez de la Rosa, un antiguo liberal exaltado,
moderado en su madurez, que llevará a cabo una política de reformas que buscaba ampliar la
base social que apoyaba a la monarquía. El gobierno de Martínez de la Rosa disolverá la jurisdicción
gremial y realizará una serie de actuaciones en el ámbito eclesiástico, disolviendo los monasterios
que diesen apoyo al pretendiente y creando la Junta eclesiástica, institución que apuntaba a la
reforma del clero, buscando atraer a los sectores más exaltados del liberalismo.
No obstante, será la aprobación del Estatuto Real en 1834 la acción política más destacada del
gobierno de Martínez de la Rosa. El Estatuto Real es una carta otorgada que busca sus fundamentos
en el derecho tradicional de la monarquía, desde las Partidas a la Nueva Recopilación borbónica.
Eludiendo la cuestión de la soberanía, se limita a ser un reglamento de Cortes, definiendo el número,
composición y atribuciones de éstas. Así, contempla dos cámaras, convocadas y disueltas por
el rey: la de Próceres, formada por altos cargos y personalidades de elevadas rentas y la de Procuradores,
de composición electiva mediante sufragio censitario indirecto (con un cuerpo electoral de
apenas 16.000 electores, el 0,15% de la población). Entregaba la iniciativa legislativa a la Corona, reservándose
las Cortes el rechazo o enmienda de las leyes. El Estatuto pretendía ofrecer un marco
para la acción política que satisficiera a los liberales, sin cuestionar el poder monárquico. Resultó ser
insuficiente para ambos propósitos, aunque permitió el juego político y el inicio de reformas de alcance.
El gobierno de Martínez de la Rosa cayó, paradójicamente, como consecuencia de la acción de la
criatura parlamentaria que había creado. En 1835, las Cortes votarán una moción de censura contra
él, quien acordará la disolución de las Cámaras y la dimisión ante la regente. Las razones de este desenlace
se encuentran en la debilidad mostrada por el gobierno en los meses anteriores, incapaz de
afrontar resueltamente las matanzas de frailes del verano del 34 y de frenar los avances de las tropas
carlistas.
La dimisión de Martínez de la Rosa no acabó con la inestabilidad. Su sucesor, el conde de Toreno
apenas encabezó el Consejo de Ministros tres meses, superado por las revueltas generalizadas
(anticlericalismo, ludismo) y la aparición de un movimiento juntista, de carácter revolucionario, que
se agravó con el apoyo de la milicia urbana, llevando sus peticiones ante el palacio de la gobernadora.
La sustitución de Toreno por su ministro de Hacienda, Juan Álvarez de Mendizábal, abrirá el
periodo “progresista” de la regencia de María Cristina. Mendizábal encauzará el movimiento junte-
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ro, transformando las juntas en diputaciones y llevará a cabo una activa política reformista, tras obtener
poderes extraordinarios de las Cortes en 1836. Entre sus medidas se encuentran la reorganización
de tributos, la creación de nuevos impuestos y, sobre todo, la desamortización eclesiástica
(1836). La finalidad de esta decisión era múltiple: políticamente, aspiraba a conservar el apoyo anticlerical;
económicamente, pretendía reducir la carga de la deuda y, socialmente, buscaba ampliar la
base social que apoyaba a la monarquía con la creación de un amplio grupo de beneficiarios de la
medida. El alcance de la desamortización fue muy amplio, generando un duradero conflicto con la
Santa Sede. Sin embargo, no logró obtener sus objetivos, pues no se alivió significativamente el peso
de la deuda sobre las arcas públicas y sólo una minoría adinerada pudo optar a la adquisición de
los lotes de bienes, demasiado grandes para favorecer la participación de otros sectores sociales. Los
nuevos propietarios aumentaron las exigencias que la Iglesia imponía sobre la tierra, lo que desembocó
en una constante fuente de malestar social.
Para hacer frente a la guerra carlista, el gobierno de Mendizábal ordenó la movilización masiva,
aunque ésta era redimible en metálico; encargó el mantenimiento del orden interior a la guardia nacional
y concertó un empréstito para financiar los gastos militares (en contra de las promesas que
hizo a las Cortes al obtener poderes extraordinarios). La reforma militar encalló cuando la reina se
negó a aceptar la renovación de cargos militares propuesta por el ministerio.
La dimisión del presidente, su sustitución por rivales políticos (Istúriz), las divisiones en el seno
del liberalismo progresista y la creciente exigencia de reimplantar la Constitución de 1812, desembocaron
en el Motín de los Sargentos de la Granja, que reimplantó “La Pepa”, abriéndose unas nuevas
Cortes de acuerdo con los principios de 1812, con mayoría progresista. Las Cortes promulgarán una
nueva constitución que adaptaría los principios del 12 a la realidad del 37.
La Constitución de 1837 hablaba de soberanía nacional, aunque la hacía residir en el rey y en las
Cortes, otorgando al monarca un amplio espectro de atribuciones (suspender la legislación, disolver
las Cortes, convocar elecciones, iniciativa legislativa y una función moderadora entre las facciones
políticas). El poder legislativo residía en un sistema bicameral: El Senado era de designación real y
el Congreso era elegido por sufragio censitario (500.000 electores), con circunscripción provincial
(1 diputado por cada 50.000 habitantes). Se afirmaba la confesionalidad del Estado y se incorporaba
una explícita declaración de derechos (10 de 77 artículos).
Tras la aprobación de la Constitución de 1837 se abre un periodo que marcará una serie de constantes
en el liberalismo hispano. Por una parte, los partidos políticos empiezan a adquirir contornos
más precisos: moderados y progresistas sostendrán principios liberales y apoyarán a la monarquía,
aunque diferirán en aspectos sustanciales de la construcción del estado: milicia nacional, ayuntamientos,
sufragio, etc. Por otra, los avatares de la guerra carlista pondrán a los militares en una atalaya
privilegiada para la acción política. Así, asistimos a la consolidación de una tutela de los generales
sobre los partidos políticos, tutela fundamental ante la incapacidad del liberalismo español de
consolidar un sistema de alternancia que elimine la necesidad de recurrir al pronunciamiento militar
(algo que sólo se logrará a partir de 1875). El tutelaje que Narváez va a ejercer sobre los moderados –
y que se apreciará durante el gobierno de Ofalia- o, sobre todo, Espartero sobre los progresistas,
revelan alguno de los rasgos más característicos del sistema político que se desarrollará a lo largo del
reinado de Isabel II (1833-1868).
Van a ser algunas de estas señas de identidad del sistema político isabelino las que se muestren
en la caída de la regente y en la sustitución de ésta por Espartero. La aprobación por las Cortes de
1840, de mayoría moderada, de una ley de ayuntamientos que pretendía hacer de estos entidades
designadas por el gobierno central, hizo estallar una violenta oposición progresista. En la propuesta
chocaban dos concepciones del poder: los moderados, aspiraban a implantar en España un modelo
centralista al modo francés; los progresistas, defendían el modelo electivo de 1837, que les había
permitido hacer de los ayuntamientos pilares de su poder territorial; ambos, aspiraban a un modelo
que les facilitara la conservación del poder. Se inició un movimiento revolucionario en todo el país,
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impulsado por los ayuntamientos progresistas que apuntaban directamente a la regente y aclamaban
al general Espartero (vencedor ya de la guerra carlista). La firma de la ley por la regente, llevó al general
a dimitir de sus cargos. Los intentos de María Cristina de obtener el apoyo de Espartero fracasaron
y, ante la amenaza progresista de cuestionar su papel constitucional y de revelar su matrimonio
secreto, abandonó España en octubre. De este modo, los progresistas se hacían con la regencia
en la figura de Espartero y establecían un peligroso precedente de insurrección en oposición a
una legislación no deseada aprobada por las Cortes competentes.
El cambio de regente no estuvo exento de problemas. Dos bloques se enfrentarán en su modelo
de regencia: los unitarios y los trinitarios. Los primeros apoyaban al general Espartero para que
ocupara el cargo; los segundos entendían más estable una regencia compartida. Mientras los progresistas
se dividían en apoyo de ambas opciones, los moderados impulsaron la opción unitaria,
convencidos de que la personalidad de Espartero –ambicioso y orgulloso- iría en demérito de la institución.
La negativa de Espartero a compartir la regencia, sus modos autoritarios, le enemistaron a
amplios sectores del partido progresista, oposición que se uniría a la ya anterior moderada.
Muy pronto la posición del regente mostraría su debilidad. En 1841, el general Diego de León
protagonizó un golpe en apoyo del retorno de la regente, María Cristina. Aunque el golpe fracasó y
el general fue fusilado, evidenció las diferencias que en torno a la figura de Espartero existían en el
seno del ejército. Ese mismo año, la aprobación de la Ley arancelaria que defendía la aplicación de
una política librecambista, desató protestas entre los defensores del proteccionismo para la producción
catalana. Las protestas de Barcelona fueron respondidas por el regente con el bombardeo de la
ciudad, lo que reveló la incapacidad de Espartero para dar respuestas no militares a los problemas
de orden público. Los sucesos de Barcelona enemistaron definitivamente al progresismo catalán
con el regente y ahondaron la soledad de Espartero.
La oposición entre el regente y las Cortes se hizo evidente en 1843. Ese año, Espartero sostuvo a
un gobierno a cuyos miembros no se les admitía en el Parlamento. El empecinamiento de Espartero
hizo posible el entendimiento entre progresistas y moderados contra el regente. El grito del líder
progresistas Olózaga: “¡Dios salve al país! ¡Dios salve a la reina! dio inició a un movimiento revolucionario
que se extendió por todo el país obligando a Espartero a abandonar el país. Con esta huida
finalizaba el periodo de regencias, admitiendo las Cortes en 1843 la mayoría de edad de Isabel II.

12.1. El reinado de Isabel II. La oposición al liberalismo: Carlismo y guerra civil. La cuestión foral

El origen aparente del carlismo es un problema dinástico, Felipe V siguiendo la tradición francesa
había implantado la Ley Sálica (1713) que impedía gobernar a las mujeres en contra de la propia
tradición española. A pesar de haber sido abolida la Ley por Carlos IV (1789), los partidarios de otro
Carlos, el hermano de Fernando VII, Carlos María Isidro, insiste en que vuelva a instaurarla para
poder acceder él al trono en perjuicio de Isabel, la hija de Fernando VII que, sin embargo, acabaría
sucediendo a su padre aunque bajo la regencia de su madre Mª Cristina de Borbón.
El carlismo, palabra derivada del nombre del hermano de Fernando VII, se basaba en principio
en este pleito dinástico. Sin embargo otros aspectos de su doctrina jugarían un papel decisivo en su
implantación: defensa de los fueros, leyes particulares e históricas de algunos territorios hispánicos
que las habían perdido con los borbones o habían quedado amenazados tras Cádiz los vascos y navarros;
catolicismo tradicional, defensa del sistema histórico de posesión de la tierra; apoyo al absolutismo
monárquico, etc.
Se puede decir, por lo tanto, que el carlismo constituyó durante todo el siglo la versión española
del tradicionalismo europeo que se oponía a elementos típicos del s. XIX como el liberalismo económico
y político, la irreligiosidad, e incluso, la industrialización y el urbanismo.
La cuestión foral fue, sin duda, fundamental. El liberalismo era fuertemente centralizador y contrario,
al menos teóricamente, a cualquier tipo de privilegios en el plano personal, económico o institucional.
Los gobiernos autonómicos, las exenciones fiscales, la aplicación de la justicia con jueces
propios y según las leyes tradicionales, y la exención de quintas en el servicio militar, formaban parte
de estos regímenes peculiares que habían mantenido sus diferencias con el resto de las regiones españolas.
En Guipúzcoa, Álava y Vizcaya la conciencia foral estaba fuertemente arraigada y lo mismo
ocurría en Navarra cuyo sistema de autogobierno era más fuerte que en las llamadas Provincias
Exentas por su peculiar régimen fiscal.
Hay que destacar, sin embargo, que en los territorios donde cuajó el levantamiento había de
igual forma un foralismo que era de signo liberal y que se manifestó, reiteradamente, a favor de la
causa isabelina. Tal fue el caso, por ejemplo, de la villa de Bilbao, que solicitó a las Cortes, después
de haber resistido dos asedios del ejército carlista, la conservación de los fueros.
Hay que decir, finalmente, que los fueros vascos y navarros fueron derogados tras la primera
gran derrota carlista en 1839 y 1841 como en el s. XVIII lo habían sido los fueros de la Corona de Aragón
tras la victoria del pretendiente francés en la Guerra de Sucesión. En 1888 se convino que se
añadirían al Código Civil entonces publicado las instituciones forales que conviniera salvaguardar
siempre que éstas no hubieran sido derogadas por leyes generales y se sometieran, además, a la jerarquía
de dicho Código aunque en fecha tan tardía como 1931 sólo Aragón había visto publicado su
apéndice.
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Comienzan ahora tres guerras que abarcarán todo el siglo XIX, especialmente la primera.
Primera: 1833-1840.
Hay tres zonas con mucha influencia carlista. El P. Vasco y Navarra (Zumalacárregui), Cataluña
(Conde de España) y Maestrazgo (Cabrera). Como se ve el primer problema que tienen es que son
tres focos, sobre todo los más importantes, separados entre sí y con relación a otras partidas aisladas
como las dirigidas por el cura Merino en Castilla la Vieja. El resto del país es predominantemente
liberal sobre todo en las grandes capitales lo que se traduce en las dimensiones de los ejércitos:
72.000 carlistas contra 220.000. liberales.
En esta primera guerra hay cuatro grandes fases:
1: importante en el País Vasco y Navarra las únicas zonas en que los soldados dependen de las autoridades
provinciales, que son carlistas, y no de los generales, mayoritariamente liberales tras la depuración
de los carlistas.
2: salvo las capitales todo el P. Vasco está sublevado y se producen importantes victorias carlistas así
como fracasos como la propia muerte de Zumalacárregui en el sitio de Bilbao. Es el momento, también,
en que se forman los ejércitos de Cataluña y Maestrazgo.
3: los carlistas forman pequeñas columnas de soldados muy móviles que partiendo del P. Vasco y
Navarra van a intentar ampliar su territorio uniendo los distintos focos entre sí y conquistando otras
zonas del país. Una de estas expediciones, la del pretendiente logrará llegar a Madrid estableciéndose
comunicaciones entre aquél y la regente para un arreglo pacífico mediante el matrimonio de
sus hijos, algo que los liberales no aceptan.
4: empiezan a triunfar las tropas liberales al mismo tiempo que comienzan las luchas internas entre
carlistas: transaccionales, partidarios de la paz, y apostólicos a favor de seguir con la guerra. Los generales
apostólicos serán fusilados y el jefe de los transaccionales, Maroto, firmará la paz en Vergara.
Mediante ésta los carlistas se desarman y son reintegrados al ejército liberal al mismo tiempo que se
reconocen los fueros vascos.
5: el general Cabrera vencido en el Maestrazgo es el único que sigue luchando aunque poco a poco
va siendo empujado hacia el Norte hasta tener que atravesar la frontera francesa con miles de soldados
que, como él, no aceptaron el acuerdo de Vergara.
Segunda: 1846-1849.
Se la llama la guerra de los madrugadores, tiene especial importancia en Cataluña y se produce
tras el fracaso de la boda Isabel II y Carlos VI. Se forman partidas que llegan a conquistar núcleos
de cierta importancia como Igualada o Reus.
De nuevo es Cabrera el que se pone al frente de las tropas aunque rápidamente los indultos ofrecidos
por el gobierno, a los que aquél responderá con fusilamientos, debilitando la fidelidad de sus
tropas por lo que, herido, se retirará a Francia.
Tercera: 1872-1876.
Hay movimientos de tropas en el Norte y en Cataluña llegándose a conquistar Estella y volver a
sitiar Bilbao aunque los liberales consiguen vencer rápidamente.
En este momento se recrudece con la toma de Olot y la Seo de Urgel la guerra en Cataluña teniendo
éxitos también en zonas del Centro como la toma de Cuenca donde los carlistas quedaron
marcados por la ferocidad de sus actos.
La vuelta a la legalidad que para muchos supuso la restauración borbónica de Alfonso XII provoca
numerosos cambios de bando pues bastantes se habían pasado a las filas del carlismo tras la
expulsión de Isabel II. Se produce la derrota de las tropas catalanas primero y de las navarras después.

lunes, 22 de febrero de 2010

Paus Ingles comunidad de Madrid resueltas de todos los años!!!


Paus Ingles comunidad de Madrid resueltas de todos los años!!!

Aquí de un enlace para que os bajéis todas las paus de todos los años resueltas desde el año 2000 hasta el 2010 asi los que tengais problemas al estar resueltas todo sera mas facil...

Link: Examenes pau ( todos los años resueltas )

sábado, 6 de febrero de 2010

11.3. Fernando VII: Absolutismo y liberalismo. La emancipación de la América española

Absolutismo y liberalismo
Tras la marcha de los franceses, Fernando VII regresa a España como rey tras devolverle Napoleón
la Corona por el Tratado de Valençay. Su reinado se divide en tres grandes periodos marcados
por la lucha entre liberales y absolutistas que serán los que den casi en exclusividad el tono general
del reinado.
Sexenio absolutista 1814-1820
En 1814, los absolutistas lanzan el Manifiesto de los Persas (llamado así por una cita erudita al
comienzo del Manifiesto: “Era costumbre de los antiguos persas pasar cinco días en anarquía...”)
continuación de la política realista en las Cortes de Cádiz y muestra de lo que iba a ser el pensamiento
del Rey que aprovechará este momento para suprimir ,en mayo de 1814 (Decreto de Valencia),
la Constitución y las leyes económico- sociales elaboradas en Cádiz lo que significa la persecución
de los liberales que, agrupados ahora en sociedades secretas o en la masonería, intentarán a su
vez imponerse mediante pronunciamientos militares: Espoz y Mina, Porlier..
Todos ellos reflejan el interés de la burguesía en mantener las reformas económicas y sociales gaditanas,
especialmente las relativas a los cambios en la propiedad de las tierras, algo que se juzgaba
necesario, entre otras cosas, para crear el mercado interior imprescindible para el triunfo de la industrialización.
Trienio liberal: 1820-1823:
Será, por fin, el comandante Rafael Riego el que en 1820 y con un ejército destinado a acabar con
la revuelta americana el que consiga imponer, de nuevo, el liberalismo. Esto se lleva a cabo en las
Cortes de 1820 donde se vuelve a insistir en desamortizar las tierras de concejos y monasterios (los
que tengan menos de 24 miembros), en abolir las aduanas interiores así como en restablecer las libertades
implantadas en Cádiz o en acabar con la Inquisición, etc.
Ahora son los absolutistas los que pasan a la oposición. Su mayor apoyo vendrá del exterior: en el
Congreso de Viena los miembros de la Santa Alianza, aquellos países conjurados para impedir nuevos
brotes revolucionarios tras la desaparición de Napoleón (Austria, Prusia, Rusia, Francia), deciden
enviar un ejército de 100.000. hombres (los Cien Mil hijos de San Luis pues eran franceses) que
al mando del Duque de Angulema expulsan a los liberales del poder permaneciendo cinco años en el
país ocasión aprovechada por el Rey para declarar nulo todo lo hecho durante el trienio.
Los partidarios del absolutismo conocerán una ruptura importante entre moderados (doceañistas
por el año de la Constitución) y exaltados (el propio Riego), es decir entre partidarios de aplicar más
o menos deprisa las reformas económicas y políticas, división que perdurará durante buena parte del
siglo y que en este momento facilita aún más la tarea de las tropas francesas.
Ominosa Década. 1823-1833
A pesar de que no se vuelve a resucitar la Inquisición, la persecución llevada a cabo por el ministro
Calomarde fue feroz contra oficiales, funcionarios y políticos liberales. Es una época en la que
muchos optarán por el exilio desde donde conspirarán contra el Rey: el hecho de que en Londres
hubiera en la época siete periódicos en castellano da idea de la amplitud del fenómeno.
La persecución y el exilio hacen menos importante la oposición interior aunque siguen produciéndose
intentos fracasados de imponer el liberalismo a través de las sociedades secretas. Más claro
aparece aquél en el teatro romántico o en los artículos críticos con las costumbres de la época como
los célebres de Mariano de Larra .
Por otra parte los gobiernos absolutistas siguen peleando con la ruina económica del país que
tiene una Deuda Pública cada vez mayor. Hay, sin embargo, síntomas de recuperación en las rotu-
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raciones de nuevas tierras, el impulso a la industria nacional, traducido en la aparición del primer
alto horno en Marbella, la apertura de la Bolsa en Madrid o la mecanización de las industrias textiles
catalanas.
La Emancipación
Antecedentes.
Dos grupos de factores vamos a analizar para entender las causas del fenómeno, internos: las colonias
americanas desean una mayor libertad comercial (contra monopolios), un mejor desarrollo
interno y que cambie la fiscalidad de la Corona española. Al mismo tiempo se produce el alejamiento
de la metrópolis de un grupo, los criollos, que se va a constituir en la base de la independencia.
Este grupo formado por los colonos americanos más ricos y los mandos intermedios del ejército,
que no podía mantenerse sólo con peninsulares, quiere llegar a los primeros puestos y cargos del escalafón
político-administrativo algo a lo que se oponen los peninsulares allí establecidos.
A pesar de todo esto en un primer momento lo que más va a pesar es el gran vacío de poder
abierto en España tras la invasión francesa.
El segundo grupo son los externos. El más importante es la influencia de Gran Bretaña. Con
este país existe una antigua relación económica que data de los tiempos del Tratado de Utrecht
(1713) que autorizaba a un navío de esta nacionalidad a romper el férreo monopolio del comercio español.
Gran Bretaña quiere que los territorios americanos alcancen su independencia para constituir
un nuevo mercado, basado en premisas liberales, que controlarían ellos.
También es fundamental la propia revolución francesa que difunde y fomenta los deseos de libertad
del continente: muchos de los libertadores, Simón Bolívar por ejemplo, habían tomado conciencia
de su situación en la propia nación francesa. A destacar el papel que las sociedades secretas juegan
en la difusión de las ideas revolucionarias.
Finalmente las guerras europeas, especialmente las napoleónicas, y luego las civiles hicieron que
la metrópolis quedara exhausta contribuyendo así al éxito de la Emancipación.
Desarrollo del proceso
Hay dos etapas en las colonias americanas tras la invasión francesa:
1. 1808-1814: se forman juntas como en España que proclaman su adhesión a Fernando VII, de
hecho mandan representantes a las Cortes de Cádiz, y su rechazo a José I. Cuando éste se afiance
comenzarán las primeras independencias que se retirarán al volver Fernando VII salvo en el caso de
la Argentina del general José de San Martín. En esta primera época destacan los caudillos mexicanos
los curas Hidalgo y Morelos, que fueron fusilados, así como el venezolano Simón Bolívar
2. 1814-1824: al confirmarse que el Rey es absolutista se van a producir como en España numerosos
pronunciamientos que ya no quieren sólo un régimen liberal sino la independencia de España
por la que luchan apoyados en Gran Bretaña y, ahora, en los EE.UU cuyo presidente Monroe es
autor de la célebre frase América para los americanos.
Existen varios de tipos de planteamientos desde el moderado mexicano que quiere mantener lazos
con España (de hecho se le ofrece la Corona al Rey pero éste la rechaza), los monárquicos independentistas
de S. Martín y Belgrano en Argentina o los claramente republicanos que acabarán
siendo todos (menos Brasil) por la influencia de EE.UU. y Francia.
Hay que destacar los intentos de Bolívar de crear grandes unidades para ser fuertes frente al vecino
del Norte pero el influjo de EE.UU y la corta visión de los gobernantes hace que éstas unificaciones
no pasen de temporales (Confederación de la Gran Colombia, Confederación Centroamericana,
Confederación Andina) ya que enseguida empiezan a luchar por los límites fronterizos, irrelevantes
en época española.
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Consecuencias
En América se asiste a una época de grandes sufrimientos por las numerosas guerras que se producen
entre estados e internamente algo que llevará a los militares al poder lo que contradecía la
idea de libertad. Tampoco será tan beneficiosa para ellos la libertad económica y sí para EE.UU. y
Gran Bretaña.
España pierde todas las colonias salvo Cuba y Puerto Rico y tiene una importante quiebra fiscal
así como sufre la desaparición de mercados reservados a los españoles y materias primas básicas para
la economía peninsular.

11.2. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812

El desarrollo de la revolución liberal en España corrió parejo a la Guerra de la Independencia. El
paralelismo entre ambos fenómenos fue reconocido de manera temprana, apenas una década después
de finalizada la guerra, cuando el conde de Toreno, uno de los principales actores revolucionarios,
publicó su obra Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. Los vínculos entre
Revolución y Guerra otorgaron a la primera unas características particulares. La primera manifestación
plenamente revolucionaria fue la asunción del principio de soberanía nacional, principio que en
el caso hispano se relaciona directamente con las abdicaciones de Bayona y la inhibición de las instituciones
tradicionales –Junta de Gobierno y Consejo de Castilla– ante el nombramiento de José
Bonaparte como rey de España. La negativa popular a aceptar los sucesos de Bayona –perfectamente
legales bajo las pautas del Antiguo Régimen, al menos en su aspecto formal– llevó a considerar
imposible el ejercicio real de la soberanía y a entender que tales circunstancias forzaban la adopción
del principio de soberanía nacional como base de la actividad antifrancesa. Así, numerosas juntas
locales, que agrupaban a lo más granado del lugar – ilustrados, aristócratas, eclesiásticos, militares,
autoridades locales, etc.– se consideraban legitimadas por la nación para encabezar la sublevación
contra los franceses. Los avatares de la guerra, que llevaron a los ejércitos de Castaños a ocupar
Madrid tras el triunfo en Bailén, favorecieron la centralización de las distintas juntas en una Junta
Central Suprema Gubernativa del Reino, proceso centralizador ya iniciado con anterioridad al reunirse
las juntas locales en juntas provinciales.
La Junta Central Suprema, presidida inicialmente por Floridablanca, tuvo temprana conciencia
de encarnar la soberanía nacional, adoptando incluso el título de Majestad en el tratamiento que se
dispensaba. Tres funciones ocupaban la actividad de la Junta Central: 1) Dirigir la guerra, 2) Gobernar
el Reino –ejemplo de estas actividades directoras fue la firma del tratado de alianza con Inglaterra
frente a Francia, de indudable importancia en el desarrollo del conflicto– y 3) Convocar
Cortes.
La convocatoria de Cortes se hacía necesaria en la búsqueda de la legitimidad de la actuación de
la Junta Central. Las Cortes eran una institución tradicional del Antiguo Régimen, representación
de los distintos estamentos del Reino e interlocutoras directas del Rey; eran, por tanto, la encarnación
tradicional de la nación. Sin embargo, las posturas ante la convocatoria de Cortes y en cuanto a
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sus actividades no eran unánimes. Podemos distinguir tres grandes grupos, que variaban en su concepción
de las Cortes, sobre todo ante el crucial asunto de dotar de una Constitución a España. Un
primer grupo lo formaban los absolutistas, defensores de la soberanía real y contrarios, por tanto, a
la solución constitucional. El segundo grupo lo formaban los jovellanistas –que reciben este nombre
derivado de su principal representante, el ilustrado Jovellanos–. Para estos, la constitución de un
país era fruto de su historia y ninguna generación podía arrogarse el derecho de modificar lo que la
historia había destilado. Entendían que la soberanía la compartían igualmente el Rey y las Cortes, y
que sólo tres siglos de absolutismo de Austrias y Borbones habían oscurecido este hecho, que aspiraban
a rescatar. Por último, los liberales defendían abiertamente el principio de soberanía nacional
y la potestad de las Cortes para sancionar una constitución, que no sería otra cosa que la puesta negro
sobre blanco de la secular y no escrita constitución hispana.
La convocatoria de Cortes no estuvo exenta de dificultades. El desarrollo de la guerra forzó a la
Junta a huir, primero a Sevilla y luego a Cádiz, ciudad donde finalmente se reunirán las Cortes. Los
distintos miembros de la Comisión de Cortes, encargada por la Junta de preparar la convocatoria
de Cortes y encabezada por Jovellanos, no tenían un criterio unánime. Ni la organización ni la composición
de las Cortes resultaban claras. Algunos, encabezados por Jovellanos, defendían unas Cortes
bicamerales, separando a los privilegiados de los populares; otros postulaban la reunión conjunta
de todos los diputados. La Junta Central resolvió, salomónicamente, que fuesen los representantes
de los tres estados reunidos los que decidiesen entre una y dos cámaras.
En 1810, se publica la convocatoria de Cortes, que combinaba la representación estamental con
la de la colectividad, representación esta última que se obtendría por sufragio universal indirecto en
tres niveles – parroquia, partido y provincia– de los mayores de 25 años. Sin embargo, las circunstancias
bélicas impidieron que muchos diputados elegidos pudiesen llegar a Cádiz. Sus puestos fueron
cubiertos por residentes en la población gaditana, que fuesen originarios de las provincias que
carecían de representación. Este hecho permitió que las Cortes gaditanas dispusiesen de una mayoría
liberal que no se correspondía con la situación existente en el país, mayoritariamente analfabeto y
sin ideas políticas definidas.
Las Cortes se declararon rápidamente soberanas y exigieron a la Regencia, que había sustituido
en sus labores a la Junta Central Suprema, que reconociese esta realidad. La negativa del obispo de
Orense, presidente de la Regencia, a aceptar otra soberanía que no fuese la del rey, llevó las Cortes a
nombrar una nueva Regencia
La actividad de las Cortes de Cádiz se centró en dos grandes ámbitos: elaborar una Constitución
y acabar con los vestigios del Antiguo Régimen. Ambos procesos corrieron parejos, pero vamos
a detenernos primeramente en los decretos que desde 1810 a 1813 fueron elaborando las Cortes y
que acababan con instituciones tradicionales del Antiguo Régimen. El primero de los decretos destacados
fue la proclamación de la libertad de imprenta y la eliminación de la censura previa, hecho
desconocido en la Historia de España y que suponía una clara apuesta por las posiciones liberales,
que exigían la libertad de expresión. En 1811, las Cortes decretarán la abolición del régimen señorial
y de los señoríos jurisdiccionales. Este decreto convertía en propiedad privada individual aquellas
tierras de la nobleza en las que esta sólo tuviese derechos territoriales; abolía la justicia señorial y
considerada extinguidos los señoríos jurisdiccionales, que se incorporaban a la nación. Los señores
eran los que debían probar las características territoriales de sus señoríos, considerándose, en caso
de que no pudieran probarlo, que eran señoríos jurisdiccionales.
En 1813, las Cortes de Cádiz abolirán el Tribunal de Inquisición, quizás la institución que más
claramente representaba el Antiguo Régimen. Igualmente, las Cortes aprobaron un decreto de desamortización
de tierras eclesiásticas, en concreto aquellas de las Órdenes Militares, así como las de
los jesuitas. Este decreto, unido a la supresión de los mayorazgos inferiores a los tres mil ducados de
renta anual y a la reglamentación para el futuro de los límites económicos de las vinculaciones, buscaba
introducir en el mercado una gran cantidad de tierras que se encontraban fuera de este, bien
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por ser bienes de manos muertas, bien por encontrarse vinculadas por el mayorazgo. El decreto
buscaba obtener apoyo popular a las medidas de las Cortes gaditanas, al igual que la transformación
de los señoríos territoriales en propiedad privada suponía acercar a la aristocracia a los ideales liberales;
a los decretos desamortizadores y desvinculadores les movía «el deseo de constituir un nuevo
cuerpo político de ciudadanos iguales en sus derechos, y liberados de las cargas del despotismo y del
feudalismo de los siglos precedentes», en palabras del historiador Pérez Ledesma. La tarea de reformar
en profundidad el Antiguo Régimen se completó con la abolición, también en 1813, del régimen
gremial.
Sin embargo, la obra fundamental de las Cortes de Cádiz fue, sin duda, la Constitución de 1812,
«la Pepa», llamada así por aprobarse el 19 de marzo de 1812. La Constitución fue una de las primeras
aprobadas en el mundo, sólo antecedida por la norteamericana y las de la Revolución Francesa, y fue
modelo para el constitucionalismo posterior, tanto español como de otros países.
La Constitución sancionaba el principio de soberanía nacional, estableciendo una marcada división
de poderes, con un claro predominio del poder legislativo. El poder legislativo lo ejercían las
Cortes, Cortes elegidas por sufragio universal masculino indirecto, monocamerales, que se reunían
una vez al año y que establecían el mecanismo de la Diputación permanente para el período entre
sesiones. Para ser elegido diputado se exigía una renta mínima y se excluía de esta posibilidad a los
eclesiásticos. La monocameralidad pretendía evitar que una cámara de privilegiados impidiese el
trabajo legislativo de la cámara popular. La convocatoria anual, así como la creación de la Diputación
permanente, buscaba evitar que el Rey pudiese impedir la convocatoria de las Cortes.
El poder ejecutivo recaía en el Rey, quien contaba también con iniciativa legislativa. Disponía de
veto suspensivo sobre los acuerdos de las Cortes por dos ocasiones, convirtiéndose el proyecto en
ley tras una tercera aprobación por las Cortes. Sin embargo, la actividad ejecutiva del monarca no
era ilimitada, pues se exigía que sus actos tuviesen refrendo ministerial, es decir, que estuviesen firmados
por un Secretario de Despacho, quien se hacía responsable ante las Cortes.
El poder judicial recaía en los tribunales, que juzgarían de acuerdo con una legislación idéntica
para todos los españoles.
La Constitución recogía, diseminados a lo largo de todo el texto, un nutrido número de derechos
individuales. El reconocimiento de la libertad civil, el derecho a la propiedad individual, a la
educación, a la libertad de imprenta, a la inviolabilidad del domicilio, entre otros, aparecían recogidos
a lo largo del texto constitucional. La Constitución de Cádiz se presentaba a sí misma como la
plasmación de las leyes tradicionales de España, por lo que va a eludir la reunión de todos los derechos
en un título constitucional, hecho este que pondría de relieve con más claridad el carácter revolucionario
del texto gaditano.
La Constitución de Cádiz organizará el Estado bajo la fórmula de monarquía constitucional,
inspirada evidentemente en la constitución francesa de 1791. De igual forma, el texto gaditano sancionará
un Estado fuertemente centralizado, en un intento de llevar la uniformidad legislativa a todos
los rincones de España y de romper con las diferencias territoriales características del Antiguo
Régimen. Así, se planteaba una nueva división provincial, que buscaba racionalizar la complicada
división territorial heredada. Cada provincia se dirigiría por un representante del gobierno central,
lo que garantizaría que las medidas adoptadas en la capital pudiesen imponerse en todo el país.
Junto a estas medidas de orden político, la Constitución de Cádiz aprobará otros puntos de indudable
interés: la obra gaditana proclamaba el catolicismo como única confesión permitida, reorganizaba
las Fuerzas Armadas, creando la Milicia Nacional, un nuevo cuerpo de ciudadanos armados
con la misión de defender el régimen constitucional de sus enemigos interiores; también sancionaba
la obligación del poder político de dotarse de un presupuesto riguroso de ingresos y gastos.